lunes, 22 de diciembre de 2014

Las Montañas del Sur

José Manuel Almerich

 


















- ¿ Vosotros sois los del concurso internacional de saxo ?

                Sorprendidos, nos dimos la vuelta para verle la cara al fulano que nos había hecho semejante pregunta. No estaba entonces el tema para bromas, la estación del Norte hervía de gente inquieta y nerviosa, los viajes en tren a causa de las intensas lluvias habían sido cancelados y los bultos del anden no eran instrumentos musicales sino bicicletas desmontadas y embaladas en fundas especiales. El joven, ante nuestra atónita mirada se dio la vuelta y se fue a buscar, cargado con su saxo, por cierto también de buen tamaño, a su grupo. Que más hubiésemos querido nosotros que ser entonces una banda de música y partir hacia París. Nuestro destino era muy distinto: cruzar el Alto Atlas Marroquí en bici de montaña y para ello, teníamos que estar en Jerez a la mañana siguiente. Las vias del ferrocarril estaban cortadas a la altura de Alzira y la noche se presentaba muy movida.


  
                 Mal comienzo para una idea que había surgido un año antes: atravesar el Atlas en bici era algo serio y se precisaba, además de estar en excelente forma física, cierta experiencia, una gran capacidad de sufrimiento,  y por supuesto, amar con locura las áridas montañas del sur.
                 El Achal N’Deram, la montaña de las montañas, el Alto Atlas, atraviesa Marruecos de oeste a este y divide el país en una región noroccidental, muy húmeda y en otra sudoriental, semiárida y desértica. La mayor cordillera africana, segunda en cuanto a altitud, está relativamente humanizada y alcanza, en la cumbre del Toubkal, los 4.167 m sobre el nivel del mar. Tiene 450 km de extremo a extremo y forma en el centro del país como una espina imponente, con una inmensa variedad de paisajes donde se alternan vastas mesetas, profundos valles, cañones y gargantas vertiginosas, desnudas crestas rocosas e impresionantes macizos volcánicos. Atravesarla en bici, tan solo con nuestro propio esfuerzo, significaba todo un reto.


                 La verdadera aventura comenzó sin embargo en la frontera. Los funcionarios marroquíes llevan su propio ritmo y es inútil desesperarse: inspección de las bicicletas, pasaportes que van de mano en mano, negociaciones, sobornos, al fin Tánger. Con la llegada por la tarde a Xauen y tras pasar las murallas desde el cementerio musulmán, entramos en la Medina. Hasta principios del siglo XX ningún cristiano hubiese osado entrar en la Ciudad Santa del Rif sin poner en grave peligro su vida. De repente, un mundo de sensaciones se abre ante nosotros: niños que juegan, ancianos inmersos en sus chilabas, artesanos, ebanistas, curtidores, mujeres ocultas por el velo del Islam y vida, sobre todo vida. A la mañana siguiente llegamos a Midelt tras atravesar los ya escasos bosques de cedros. El cedro del Atlas, es una especie que desde hace miles de años cubre las laderas más húmedas del Alto y Medio Atlas. Puede llegar a alcanzar los 60 m de altura y tener hasta cuatrocientos años de edad. Proporciona una madera aromática muy apreciada por los ebanistas. En ellos viven los monos de Gibraltar y todavía quedan algunos ejemplares de leopardos aunque el león del Atlas desapareció a principios de siglo. De los espesos bosques de cedros que antaño cubrían el Rif y el Atlas, apenas quedan 74.000 Ha y éstas se encuentran en grave proceso de deforestación. Las talas abusivas en un país pobre, el sobrepastoreo y la excesiva presión demográfica acabarán en pocos años con las escasas manchas todavía existentes.
 
                 Por fin, el cuatro de octubre comienza la gran travesía. Zeïda es la última ciudad que vemos en muchos dias. Un precioso nombre para una peligrosa población, atestada de militares, droga, prostitución y delincuencia. Con ella quedan los últimos rasgos de “civilización” según nuestro concepto occidental y nos embarcamos en la máquina del tiempo. Bastan unas horas de pedaleo para alejarnos del mundo y llegar más allá del neolítico. A través del Plató Árido pronto vemos frente a nosotros la inmensa mole alargada del Ayashi que con sus 3787 m desafía nuestro esfuerzo. Comienza el viaje por el tiempo, cientos de niños descalzos salen por doquier y te persiguen, mesie, mesie,  otros, los más mayores resultan peligrosos, piedras, palos, griterío. A veces los más rápidos tienen que adelantarse para despistarlos y ofrecerles caramelos, momento que debemos aprovechar el resto para cruzar los poblados por sus caminos más elevados.  Las encinas, sabinas y enebros dan paso a cedros enfermos. Estos, sin sotobosque, son ya ejemplares relictuales que a su muerte nada ocupará su lugar. El paisaje, a medida que ganamos altura se hace más duro, agreste, salvaje. Pero por remoto y desolado que parezca el lugar donde te encuentres, jamás estarás solo en el Atlas. En cualquier momento que te detengas siempre tienes las sensación de estar vigilado, a poco que te fijes, los pastores envueltos en sus capas de piel de cabra y turbante, se confunden con el color de la tierra. Algunos se acercan, te estrechan la mano y luego la besan.

Los niños de nuevo, vuelven a aparecer por docenas desde cualquier rincón. Poco ha cambiado para ellos la vida en los últimos mil años, aunque parezca bucólica y tranquila, la vida aquí es durísima. La mayor parte del año, el Alto Atlas está cubierto de nieve y parte del tiempo en primavera se emplea en recomponer los desperfectos del invierno, comenzando por los tejados y reparando los muretes que afianzan el suelo cultivable. Las casas son austeras y muy pobres, sin electricidad, calefacción, agua potable ni tan siquiera mobiliario. La tierra, siempre sedienta, está surcada por profundos barrancos abiertos como grandes cicatrices y los pueblos beréberes adaptados al medio y en difícil equilibrio con sus montañas, viven en unas condiciones autárquicas de total subsistencia. Los beréberes, llamados a sí mismos Imaziguem que significa “hombres libres”, son un pueblo de espíritu orgulloso que conserva sus costumbres milenarias. Perdida su posición de guerreros, siguen siendo independientes y los hombres se dedican al pastoreo y al comercio. La mujer beréber hace absolutamente de todo, excepto preparar el té, tarea sagrada en extremo reservada a los hombres. Guisan, tejen, hacen el pan, se encargan de los animales, trabajan los exiguos campos, cuidan los hijos y hermanos y van a por agua desde su más tierna infancia. Al contrario que los árabes, ellas son incluso, las que eligen al marido.
                 Van pasando los dias y con la altitud, el paisaje siempre cambiante va adquiriendo mayor fuerza, los elevados valles me recuerdan los prados y navas de Javalambre, parajes por los que siempre he sentido una especial fascinación. 


                  “Paso mucho tiempo solo, -escribo en mi cuaderno de viaje -mi afición a la fotografía hace que me descuelgue del grupo y la mayor parte del recorrido voy en solitario. Los niños se han convertido en una  pesadilla y hay momentos que tengo miedo. En uno de los poblados, niños y no tan niños han intentado pararme. Se colocan frente a mí cortando el camino cogidos de la mano. No me detengo, les grito y pedaleo con más fuerza. A veces te indican el camino equivocado a propósito. Creo que no hay en ellos malas intenciones, pero en ese momento no tengo mucho interés en comprobarlo. Deseo acabar, sesenta kilómetros superando collados a dos mil quinientos metros son un buen motivo para querer descansar… Llego al campamento al anochecer. Destemplado por el esfuerzo, el baño en las aguas heladas y turbias del rio es un sacrificio nada agradable, pero la higiene en un deporte como la bici de montaña es fundamental. Diez dias son muchos para obviarla… Con la puesta de sol la temperatura baja bruscamente y el intenso frío hace que las tertulias con los compañeros y la cena no se alarguen demasiado. En el saco, dentro de la tienda, el cansancio no me deja meditar, tampoco puedo disfrutar del cielo más estrellado que haya visto jamás”





La mañana amanece fria y gris. A pesar de haber dormido mas de diez horas, no  me encuentro bien. El cañón del rio y los cedros enfermos tienen un aspecto hostil. Hoy vamos a pasar el collado que separa el Ayashi y el Aderdouz con el Masker (3.277 m). Poco antes de alcanzar los 2.760 m comienza la lluvia. Cada vez más persistente, se convierte pronto en una terrible granizada haciendo que la ascensión sea un verdadero infierno, las piedras me golpean el casco y las piernas. El frio te deja insensibles las manos sin apenas fuerza para frenar. Un montón de ideas confusas asaltan mi cabeza; pero ¿qué hago yo aquí? Tengo un nuevo libro a punto de publicar, buenos amigos en Valencia y una familia que me espera. No lo entiendo. Me vienen a la mente las excursiones  por nuestras montañas, allí la lluvia siempres la agradeces. He soportado muchas veces el agua y la nieve, a pie y en bici, pero en unas horas tienes una ducha caliente y un café  que te dejan de nuevo para volver a empezar, pero aquí…! 


 De repente, alguien grita a mis espaldas, es un niña que me señala su casa, de adobe y paja como todas. Lleva un vaso en la mano y veo a su madre a lo lejos haciéndome señas, paro y me acerco a ellas, me invitan a entrar. Su hogar no tiene más mobiliario que una jarapa de lana en el suelo y en el centro, un pequeño brasero. El té caliente tiene un fuerte sabor a menta. Pronto aparece el padre con dos pequeños más, es joven pero parece mucho mayor. Me ofrece un mugriento jersey,  se lo agradezco pero trato de explicarle que no es necesario. La ropa que llevo la utilizo habitualmente en montaña y en apenas diez minutos estará seca, no logro que me entienda pero no importa. Aunque la lluvia persiste, tengo que continuar, pues se me puede hacer de noche. Les ofrezco unos dirhams pero se ofenden, aún así lo dejo en una pequeña repisa sin que me vean. Tras rebasar el collado vuelve a aparecer el sol y un inmenso arco iris cubre todo el valle, consigo fotografiarlo en toda su extensión por primera vez en mi vida.


                 Establecemos el campamento en un amplio prado a orillas del rio Alf Melloul, cerca de Imichil poblado de la tribu de los Ait Haddidu. No muy lejos, pero a mayor altitud se encuentran los lagos glaciares de Isli y Tislit. Allí todos los años en septiembre, se celebra el Musem, la fiesta de las novias, en la que las jóvenes beréberes elegirán a su marido. Pasamos dos dias aquí y las noticias corren rápido en el Atlas. Los pastores bajan de las montañas y nos acompañan junto al fuego con sus tarijas y algún improvisado violín construido con una lata vacía de aceite. Hoy sí puedo disfrutar del cielo, increíblemente estrellado, la media luna del Islam brilla con toda su intensidad y nos recuerda que los días van pasando. El cuerpo, tras los malos ratos, ya se ha adaptado a esta nueva vida. Queda no obstante, la etapa más fuerte de nuestro viaje: la ascensión al Tizi N’ Ouano, que a 3.140 m  es la línea divisoria de aguas del Atlas. Desde lo alto, si el dia es claro, podremos ver ya las dunas del Sahara.


                 “Hoy hemos superado el Tizi N’ Ouano -escribo en mi diario-, he cruzado el terrible collado mientras se ponía el sol. Unos cuantos del grupo habían preparado para este recorrido, más de veinte km de constante e implacable ascenso, una contrareloj. Lo siento, no puedo acostumbrarme, una contrareloj en bici y a tres mil metros de altura, en un lugar como éste, es un insulto al paisaje, a los sentidos y a Alá por permitirnos cruzar sus montañas. En pocos lugares del mundo podremos sentirnos seres tan privilegiados al pedalear a esta altitud en un paraje único. Jamás he compartido el aspecto competitivo de la bici de montaña y mucho menos si se realiza tan cerca del cielo”.
                 Tras seis horas de continuo desnivel, lejanos collados que nunca llegan y distancias interminables, alcanzo el punto más alto de nuestro viaje. Las proporciones a las que no estoy acostumbrado me desconciertan, podemos estar varios dias a pie o muchas horas en bici sin salir del mismo valle y siempre a la vista del mismo horizonte sin que este se engrandezca. Apenas tengo tiempo para hacer la foto obligada, las sombras cubren ya las montañas sin fin que nos rodean, el contraste de luz es muy fuerte y el frio cada vez más intenso, utilizo toda la ropa que llevo en la mochila y comienzo el descenso. Vuelvo a mis notas de viaje: 


                 “Los brazos y los riñones me duelen después de casi siete horas sobre la bici y necesito parar con frecuencia. La pista parece un hilo apenas visible en las laderas de este inmenso macizo. Las pizarras puntiagudas y los continuos desprendimientos te obligan a prestar la máxima atención durante los treinta kms que quedan todavía de descenso. Llego, como siempre, de noche  tras finalizar la etapa por el interior un profundo rio encajado entre elevadas paredes verticales”.

  
                 Esta es la última noche que podré contemplar el cielo del Atlas, mañana, con la llegada a las Gargantas del Dadés finalizará la travesía. Hoy sí tengo tiempo para pensar,  los millones de estrellas hacen que pueda escribir sin apenas luz en el frontal:
                 “Cuando lleguéis a alguna de las tantas y tantas masías abandonadas, orientadas al sol de medio dia, colgadas al vacío en las laderas de algún barranco casi inaccesible  donde el bosque ha recubierto de nuevo los bancales, y no encontréis explicación a como pudieron subsistir allí sus habitantes, preguntad a los pastores del Achal N’ Deram. Aunque nos cueste creerlo, la vida allí, en el Maestrat, Els Ports o la Vall de Gallinera también fue algún dia  tan intensa. Aquí, en estos poblados anclados en la historia, he aprendido como sería la vida en el interior valenciano hasta su completo abandono. Y como vivían los moriscos en las montañas hormiguero mucho antes, aprovechando los escasos recursos que las altas y frías tierras de interior les eran capaces de dar”.

                 Reparto la ropa que me queda entre los pastores que me observan mientras repaso la bicicleta y regalo mi mochila a un niño. Mas de diez mil kms por las pistas forestales de las montañas valencianas había recorrido conmigo, ahora a la espalda de un niño beréber, también quizá le acompañe a la escuela.


                 Unos dias después desde Marrakesh, la inquietante y misteriosa ciudad amurallada del sur, ya a las puertas del Sahara donde se fusionan las culturas negra, árabe y beréber, volveremos a casa. Mientras desmontamos las bicis y cargamos el equipaje, la voz del Muecín, igual que desde hace siglos, llama a sus fieles a la oración desde lo alto de la Kutubia. 

José Manuel Almerich
   

      

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